miércoles, 3 de agosto de 2011

EL INVENTO KILIMANJARO - RAY BRADBURY

 Llegué en el camión la mañana muy temprano. Ha­bía conducido toda la noche, pues no había podido dormir en el motel, y entonces pensé que bien podía seguir viaje y llegué a las montañas y colinas cerca de Ketchum y Sun Valley justo cuando salía el sol y me alegré de haber pasado el tiempo conduciendo.
Llegué hasta el pueblo mismo sin echar siquiera una mirada a ninguna de las colinas. Tenía miedo de mirar y equivocarme. Era muy importante no mirar la tumba. Por lo menos yo lo sentía así. Y tenía que seguir ese presentimiento.
Estacioné el camión frente a una vieja taberna y di una vuelta por el pueblo y hablé con unas pocas personas y respiré el aire que era dulce y claro. Encontré a un joven cazador pero no era ése; lo supe después de hablar con él unos minutos. Encontré a un hombre muy viejo, pero no resultó mejor. Después me topé con un cazador de unos cincuenta años y di en la tecla, porque supo o sintió todo lo que yo andaba buscando.
Le pagué una cerveza y charlamos de una cantidad de cosas, y le pagué otra y llevé la conversación a lo que yo había ido a hacer allí y por qué quería hablarle. Estuvimos callados durante un rato y esperé, sin mostrar impaciencia, a que el cazador, por su cuenta, sacara a relucir el pasado, hablara de otros tiempos, de tres años atrás, y de ir hacia Sun Valley en ese momento o en otro, y de lo que había visto y sabido sobre un hombre que alguna vez había estado sentado y había bebido una cerveza conversando de caza o de ir a cazar más lejos.
Y al final, mirando la pared como si fuera la carretera y las montañas, el cazador tomó aliento y se mostró dispuesto a hablar.
–Aquel viejo –dijo la tranquila voz–. Ah, aquel viejo en el camino. Ah, aquel pobre viejo.
Yo esperaba.
–No pude ganarle a aquel viejo en el camino –dijo, mirando ahora el vaso.
Bebí algo más de cerveza, no me sentía bien, me sentía yo mismo muy viejo y muy cansado.
Como el silencio se prolongaba, saqué un mapa local y lo extendí sobre la mesa de madera. El bar estaba tranquilo. Era media mañana y estábamos absolutamente solos.
–¿Aquí es donde lo vio más a menudo? –le pre­gunté.
El cazador tocó el mapa tres veces.
–Solía verlo caminando por aquí. Y por allá. Después cruzaba por aquí. Pobre viejo. Yo quería decirle que no se saliera del camino. No quería ofenderlo ni insul­tarlo. A un hombre como ése uno no le habla de cami­nos, porque puede ofenderse. Si algo lo ofende, es eso. Usted se da cuenta de que son cosas de él, y no le hace caso. Ah, pero al final estaba viejo.
–Así es –dije, y doblé el mapa y me lo metí en el bolsillo.
–¿Usted es otro de esos periodistas? –dijo el cazador.
–No de ésos, precisamente.
–No quise meterlo en el mismo saco.
–No necesita pedir disculpas. Digamos que yo era uno de sus lectores.
–Ah, tenía muchos lectores, toda clase de lectores. Hasta yo. No toco un libro de un otoño hasta el otro. Pero los de él sí. Creo que lo que más me gustó fueron los cuentos de Michigan. Sobre pesca. Creo que los cuen­tos de pesca son buenos. Creo que nadie escribió nunca de esa manera sobre pesca y quizá nadie volverá a escri­bir. Claro, lo de las corridas de toros también está bien. Pero es un poco lejano. Algunos de los vaqueros los aprecian; se han pasado toda la vida con los animales. Un toro de aquí, un toro de allá, sospecho que da lo mismo. Conozco a un vaquero que leyó lo de los toros en los cuentos españoles del viejo como cuarenta veces. Supongo que no podía ir allá a torear.
–Creo que todos hemos pensado –dije–por lo me­nos una vez en la vida, cuando éramos jóvenes, que  podíamos ir allá, después de leer lo de los toros en los cuentos españoles, que podíamos ir allá a torear. O por lo menos arrimar el hombro en la corrida, desde la mañana temprano, con un buen trago esperando al final y la mejor de las chicas conocidas durante todo el largo fin de semana.
Me detuve. Me reí en silencio. Porque mi voz, sin darme cuenta, había tomado el ritmo de la manera de decir del cazador, ya le saliera de la boca o de la mano. Sacudí la cabeza y me callé.
–¿Ya ha subido a ver la tumba? –preguntó el caza­dor, como si supiera que yo contestaría que sí. –No.
Eso le sorprendió de veras. Trató de que no se le notara.
–Todos suben a ver la tumba –dijo. –Yo no.
Se exploró la cabeza buscando una manera cortés de preguntar.
–Quiero decir... –dijo–, ¿por qué no? –Porque no es la tumba verdadera. –Ninguna tumba es verdadera si vamos al caso. –No. Hay tumbas verdaderas y tumbas que no lo son, así como para morir hay el buen momento y el mal momento.
El hombre asintió. Yo había vuelto a algo que él sabía, o por lo menos entendió que era cierto.
–Claro, he conocido hombres –dijo–que se murie­ron justo en el momento perfecto. Uno se daba cuenta, sí, de que así era. Conocí a un hombre que estaba sentado a la mesa esperando la comida, mientras la mu­jer se atareaba en la cocina; cuando ella llegó con un gran plato de sopa, el hombre estaba allí sentado a la mesa, muerto y limpio. Para ella estuvo mal, pero, me digo, ¿no fue bueno para él? Ni enfermedad, ni nada, sentado allí esperando la comida y sin saber si había llegado o no. Como otro amigo. Tenía un perro viejo. Catorce años. El perro se quedó ciego, estaba cansado. Al final mi amigo decide llevar al perro al estanque y acabar con él. Carga al viejo perro ciego en el asiento delantero del coche. El perro le lame la mano una vez. El hombre se siente muy mal. Va hacia el estanque. En el camino, sin un ruido, el perro se va, se muere en el asiento delantero, como si supiera y sabiendo, eligiera la mejor manera; justo estira la pata y listo. ¿Es lo que usted quiere decir, no es cierto?
Asentí.
–Y entonces piensa que esa tumba en la colina no está bien para un hombre como él, ¿no es cierto?
–Eso mismo –dije.
–¿Usted cree que hay toda clase de tumbas a lo largo del camino para cada uno de nosotros?
–Puede ser –dije.
–¿Y que si de alguna manera pudiéramos ver toda nuestra vida, elegiríamos mejor? Al final, mirando hacia atrás –dijo el cazador–, diríamos, "diablos, ése era el año y el lugar, no el otro año y el otro lugar sino ese año, ese lugar". ¿Diríamos eso?
–Puesto que tenemos que elegir o nos vemos obligados al fin, sí.
–Es una linda idea –dijo el cazador–. ¿Pero a cuántos de nosotros se nos ocurre esa sensatez? La ma­yoría no tenemos bastante juicio como para abandonar la fiesta cuando todavía corre la cerveza. Nos plantamos ahí.
–Nos plantamos ahí y qué vergüenza.
Pedimos más cerveza.
El cazador bebió la mitad del vaso y se enjugó la boca.
–Entonces ¿qué se puede hacer con las tumbas que no están bien? –dijo.
–Tratarlas como si no existieran. Y tal vez desaparez­can, como un mal sueño.
El cazador lanzó una sola carcajada, una especie de grito desamparado.
–Cristo, usted está loco. Pero me gusta escuchar a los locos. Cuente algo más.
–Eso es todo –dije.
–¿Es usted la Resurrección y la Vida? –dijo el cazador.
–No.
–¿Me va a decir que Lázaro volvió?
–No.
–¿Y entonces qué?
–Lo único que quiero, ya bien avanzado el día, es elegir el lugar justo, el tiempo justo, la tumba justa.
–Tómese eso –dijo el cazador–. Lo necesita. ¿Quién diablos lo mandó?
–Yo. Y algunos amigos. Tiramos a suertes para ele­gir uno entre diez. Compramos ese camión que está en la calle y crucé el país. En el camino cacé y pesqué bas­tante, para ponerme bien a tono. Estuve en Cuba el año pasado, en España el verano anterior, en África el otro verano. Tengo mucho en que pensar. Por eso me eli­gieron a mí.
–Pero para hacer qué, para hacer qué diablos –dijo el cazador, apremiante, con cierta vehemencia, sacudien­do la cabeza–. Usted no puede hacer nada. Todo está terminado.
–La mayor parte. Venga.
Caminé hacia la puerta. El cazador seguía sentado. Al final, mirándome la cara encendida por la conversación, gruñó, se puso de pie, echó a andar y salió conmigo.
Señalé la curva. Miramos juntos el camión estacionado allí.
–Ya los he visto –dijo–. Un camión así, en una película. ¿No cazan el rinoceronte con un camión así? ¿Y leones y cosas por el estilo? ¿O por lo menos no via­jan en eso por África?
–Tiene buena memoria.
–No hay leones por aquí –dijo–. Ni rinocerontes, ni búfalos acuáticos, ni nada.
–¿Ah? –pregunté.
No me contestó.
Seguí caminando y llegué al camión abierto.
–¿Usted sabe qué es esto?
–A partir de ahora cierro la boca –dijo el cazador–. ¿Qué es?
Golpeé el paragolpes largo rato.
–Una Máquina del Tiempo –dije.
El hombre abrió los ojos, luego los entornó y tomó un trago de la cerveza que llevaba en una de las manazas. Asintió.
–Una Máquina del Tiempo –repetí.
–Le he oído –dijo.
Dio la vuelta alrededor del camión para safaris y se quedó en la calle mirándolo. A mí no me miraba. Dio una vuelta completa al camión y se paró en la curva y miró la tapa del tanque de gasolina.
–¿Qué kilometraje?
–Todavía no lo sé.
–No sabe nada.
–Este es el primer viaje. No lo sabré hasta que termine.
–¿Qué clase de combustible le pone a un cachivache como éste? –dijo.
Me callé.
–¿Qué clase de cosa le pone? –preguntó.
Podía haber dicho: Lecturas tarde en la noche, mu­chas noches de lecturas a lo largo de los años casi hasta la mañana, lecturas en las montañas, en la nieve, o a mediodía en Pamplona, o junto a los arroyos o en un bote, en algún lugar de la costa de Florida. O pude haber dicho: Todos metimos mano en esta Máquina, todos pensamos en ella y la compramos y la tocamos y depositamos en ella nuestro amor y nuestro recuerdo de lo que fueron para nosotros las palabras de ese hom­bre hace veinte, veinticinco, treinta años. Hay un mon­tón de vida, de recuerdos, de amor depositados aquí, y eso es la gasolina y el combustible o como usted quiera llamarle: la lluvia en París, el sol en Madrid, la nieve en los altos Alpes, el humo de las pistolas en el Tirol, el resplandor de la Corriente del Golfo, la explosión de las bombas o las explosiones de los peces voladores, eso es la gasolina y el combustible y lo que va aquí. Debería ha­berlo dicho; lo pensé, y no dije nada.
El cazador debió de haberme olfateado el pensamiento, pues me miró de soslayo, y ayudado por el poder telepá­tico de tantos años en el bosque, rumió lo que yo pensaba.
Entonces echó a andar e hizo una cosa inesperada. Se estiró y... tocó... mi Máquina.
Apoyó en ella la mano y la dejó allí, como sintiendo la vida, y aprobando lo que sentía debajo de la mano. Se quedó así largo rato.
Después se volvió sin decir una palabra, sin mirarme, y regresó al bar y se sentó a beber solo, de espaldas a la puerta.
Yo no quería romper el silencio. Parecía un buen momento para ir, para intentar.
Subí al vehículo y puse en marcha el motor.
¿Qué tipo de kilometraje? ¿Qué clase de combustible? Pensé. Y arranqué.
Seguí por el camino sin mirar ni a derecha ni a iz­quierda y anduve algo así como una hora, primero en una dirección y después en otra, parte del tiempo con los ojos cerrados segundos enteros, con la posibilidad de salirme del camino y lastimarme o matarme.
Y entonces, justo antes de mediodía, con las nubes tapando el sol, supe de pronto que estaba muy bien.
Miré a la colina y casi grito.
La tumba había desaparecido.
Bajé a un pequeño hueco justo entonces y arriba en el camino, vagabundeando a pie, había un viejo con un pesado pulóver.
Disminuí la velocidad del camión safari hasta ponerlo al ritmo de su marcha. Vi que usaba anteojos de arma­zón metálico y durante largo rato avanzamos juntos, cada uno ignorando al otro hasta que lo llamé por su nombre.
Vaciló y después siguió caminando.
Lo alcancé y le dije de nuevo:
–Papá.
Se detuvo y esperó.
Frené y me quedé en el asiento delantero.
–Papá –dije.
Se acercó y se detuvo cerca de la puerta.
–¿Lo conozco?
–No. Pero yo sí lo conozco a usted.
Me miró a los ojos y me estudió la cara y la boca.
–Sí. Creo que sí.
–Lo vi en la carretera. Creo que seguimos el mismo camino. ¿Quiere que lo lleve?
–Está bien para caminar a esta hora del día. Gracias.
–Permítame que le diga a dónde voy.
Había echado a andar pero ahora se detuvo y sin mirarme dijo:
–¿Dónde?
–Es un largo camino.
–Parece largo por la forma en que lo dice. ¿No puede acortarlo?
–No. Un largo camino. Unos dos mil seiscientos días, día más día menos, y media tarde.
Volvió y miró el camión.
¿Tan lejos va?
–Tan lejos.
–¿En qué dirección? ¿Adelante?
–¿No quiere ir adelante?
Miró el cielo.
–No sé. No estoy seguro.
–No es adelante –dije–. Es hacia atrás.
Los ojos del viejo cambiaron de color. Fue un cambio sutil, una trasmutación, como un hombre que saliera de debajo de la sombra de un árbol a la luz, un día nublado.
–Hacia atrás.
–Algo así como unos dos mil trescientos días, más la mitad de uno, hora más hora menos, póngalo o quítele un minuto, regatee un segundo.
–Mire que habla usted.
–Es algo compulsivo.
–Ha de ser un escritor de porquería. Hasta ahora nunca he conocido a un escritor que fuera un buen con­versador.
–Es mi albatros.
–¿Hacia atrás? –sopesó las palabras.
–Voy a dar vuelta con el camión –dije–. Y me vuel­vo camino abajo.
–¿No kilómetros sino días?
–No kilómetros sino días.
–¿Este es el tipo de camión?
–Así es como los hacen.
–¿Entonces usted es el inventor?
–Un lector que a veces inventa.
–Si el camión funciona, es algún camión que usted consiguió allá.
–A sus órdenes.
–Y cuando llegue a donde va –dijo el viejo, ponien­do su mano en la puerta e inclinándose, y entonces al ver lo que había hecho, sacando la mano e irguiéndose para hablarme–, ¿dónde estará?
–Enero 10 de 1954.
–Toda una fecha –dijo.
–Lo es, lo fue. Puede ser más que una fecha.
Sin moverse, los ojos del hombre dieron otro paso hacia una luz más intensa.
–¿Y dónde estará usted ese día?
–En África –dije.
El viejo guardó silencio. La boca no se le movió. Los ojos no le cambiaron.
–No lejos de Nairobi –dije.
Asintió una vez, lentamente.
–África, no lejos de Nairobi.
Esperé.
–¿Y cuando lleguemos allí, si vamos? –dijo el viejo.
–Lo dejo a usted allí.
–¿Y entonces?
–Eso es todo.
–¿Eso es todo?
–Para siempre –dije.
El viejo aspiró aire, lo dejó salir y dejó correr la mano por el borde del estribo.
–Este camión –dijo–en algún punto del camino, ¿se convierte en un aeroplano?
–No sé.
–¿En algún punto del camino usted se convierte en mi piloto?
–Puede ser. Nunca lo he hecho hasta ahora.
–¿Pero está dispuesto a probar?
Asentí.
–¿Por qué? –dijo, y se inclinó y me miró directa­mente a la cara con una intensidad terrible, con una apacible vehemencia–, ¿por qué?
Viejo, pensé, no te puedo decir por qué, no me lo preguntes.
El hombre se retiró, dándose cuenta de que había ido demasiado lejos.
–No he dicho eso –dijo.
–No lo ha dicho.
–¿Y cuando tenga que hacer un aterrizaje forzoso con el aeroplano –dijo–, aterrizará de una manera un poco diferente esta vez?
–Diferente, sí.
–¿Un poco más difícil?
–Veré lo que se puede hacer.
–¿Y yo seré despedido fuera y todo lo demás muy bien?
–Las posibilidades son a favor.
Miró la colina donde no había tumba. Miré la misma colina. Y quizá pensó cavarla allí.
Contempló hacia atrás el camino, las montañas y el mar que no se podía ver más allá de las montañas y un continente más allá del mar.
–Usted está hablando de un buen día.
–El mejor.
–Y una buena hora y un buen segundo.
–Realmente, nada mejor.
–Vale la pena pensarlo.
Dejó la mano en el estribo, sin inclinarse, aunque pro­bando, sintiendo, tocando, trémulo, indeciso. Pero los ojos se le movieron pasando a la plena luz de la luna africana.
–Sí.
–¿Sí? –dije.
–Creo que voy a aprovechar que usted me lleva.
Esperé a que el corazón me latiera una vez, después me estiré y abrí la puerta.
Silenciosamente se subió al asiento delantero y se sentó y cerró con calma la puerta sin golpearla. Se sentó allí, muy viejo y muy cansado. Esperé.
–Póngalo en marcha –dijo.
Puse el motor en marcha y lo moderé.
–Hágale dar la vuelta –dijo.
Di la vuelta de modo que el camión retrocedió.
–¿Es realmente –dijo–  un camión de esa clase?
–Sí, es un camión de esa clase.
Miró la tierra y las montañas y la casa distante.
Esperé, aminorando la marcha.
–Cuando lleguemos allí –dijo–, ¿se acordará usted de algo...?
–Trataré.
–Hay una montaña –dijo, y se detuvo y allí se quedó sentado, la boca quieta, y no siguió.
Pero yo seguí por él. Hay una montaña en África lla­mada Kilimanjaro, pensé. Y en la ladera occidental de esa montaña apareció una vez el cuerpo seco y congelado de un leopardo. Nadie explicó nunca qué buscaba el leopardo a esa altura.
Lo subiremos a usted a la misma ladera del Kilimanja­ro, pensé, cerca del leopardo, y escribiremos su nombre y debajo de él pondremos que nadie supo lo que andaba haciendo allá arriba, pero que ahí está. Y las fechas de na­cimiento y muerte, y bajaremos hacia la hierba del calien­te verano y sólo dejaremos que los guerreros negros y los cazadores blancos y los veloces okapis conozcan la tumba.
El viejo se protegió los ojos para mirar el camino que caracoleaba en las colinas. Asintió.
–Vamos –dijo.
–Sí, Papá –dije.
Y arrancamos, yo en el volante, conduciendo despacio, y el viejo a mi lado, y mientras bajábamos la primera colina y llegábamos a lo alto de la siguiente, el sol terminó de salir y el viento olía a fuego. Corrimos como un león por el pasto alto. Ríos y arroyos salpicaban. Yo hubiera querido detenerme una hora y vadear un arroyo, pescar, tenderme a la orilla mientras el pescado se freía y hablar o no. Pero si nos deteníamos quizá no siguiéramos de nuevo. Le metí al motor. Se oyó un enorme, salvaje, pas­moso rugido animal. El viejo sonrió, burlón.
–¡Va a ser un gran día! –gritó.
–Un gran día.
De vuelta en el camino, pensé: ¿cómo será entonces, cuando hayamos desaparecido? ¿Y cuando nos hayamos ido? Y el camino vacío. Sun Valley tranquilo al sol. ¿Cómo será cuando nos hayamos ido?
Aceleré hasta noventa.
Los dos chillábamos como chicos.
Después ya no supe nada.
–Santo Dios –dijo el hombre hacia el final–. ¿Sabe? Creo que estamos... volando.

1 comentario: